La realidad dominante de lo que fue la vida de Jesús, María y José, en la pequeña villa de Nazaret donde José ejercía el oficio de carpintero, fue la de la simplicidad.
Aunque de descendencia ilustre por sus antepasados – pues era descendiente del rey David – la Sagrada Familia llevaba, en medio de una parentela numerosa, la vida de un hogar modesto, ni pobre ni rica, se ganaba el pan de cada día con el sudor de la frente y respetaba las leyes administrativas y sociales de su pueblo.
Organizada en torno a la oración de la sinagoga, los ritos y las numerosas fiestas religiosas del judaísmo (entre ellas el rito de la circuncisión, la fiesta de las Tiendas, la peregrinación al templo de Jerusalén) la vida de oración de la Sagrada Familia era exteriormente la de todo buen israelita practicante de la época.
Sin embargo, detrás de la modestia de su comportamiento respetuoso de usos y costumbres de su cultura, la Sagrada Familia vivía una realidad grandiosa que sólo el silencio y la discreción podían asegurar al Hogar de Nazaret la serenidad necesaria al cumplimiento del plan de Dios: darle nacimiento al Mesías tan esperado desde hacía siglos por el pueblo hebreo, Jesucristo, el Salvador del mundo, y vigilar su infancia y adolescencia hasta que alcanzara la plena madurez del hombre y pudiera comenzar su vida pública y predicar el Evangelio.
En efecto, es en la humildad de Nazaret que comenzaron a desarrollarse entre los miembros de la Sagrada Familia las pimeras páginas del Nuevo Testamento que Dios en el Verbo hecho carne, vino a darle a los hombres por amor y por la salvación de todos.
El testimonio de Cristo y de sus padres muestra también la inmensa proyección que puede tener una vida familiar común, vivida en toda simplicidad con Dios y en el amor compartido.